Aquella final de la Champions en Milán

 

 

 

Alguna vez leí que no importa caer mil veces si se ama la lucha y no la derrota. Estas palabras se me quedaron grabadas y las recuerdo mucho ahora que se acerca nuevamente una final más de la Champions.

Mientras estudiaba el máster en periodismo deportivo en Madrid, Carlita Saucedo, una periodista boliviana, apasionada del fútbol y yo, organizamos un viaje a Italia.

Resulta que en el 2016, la final de la Champions iba a ser en Milán, por lo que cuadramos todo el viaje por las ciudades italianas más turísticas, con la idea de que nuestro último destino fuera precisamente estar en San Siro para vivir un poco el ambiente de esa final entre madridistas y colchoneros.  

Nos levantamos súper temprano. Recuerdo perfecto que para ese entonces, ya me planteaba la idea de quedarme en Madrid más tiempo del previsto, por lo que los gastos que iba a tener en los próximos meses tramitando nueva escuela y nuevo visado, iban a ser fuertes.  

Por esa razón, tenía claro que por mucho que quisiera, no podía pensar en entrar a San Siro. A diferencia mía, el padre de Carlita le había dicho que contaba con todo su apoyo ($$), por si conseguía una entrada en reventa de última hora.  

Hicimos un letrero que decía «compro entrada» y recorrimos las calles de Milán viviendo en cada rincón el ambiente. Llegamos a Il Duomo, el punto medular en el que estaban concentrados todos los hinchas y nos sentamos en unas banquitas a tomar algo.

Platicando con el señor de alado, un español de alrededor de 65 años, nos enteramos que venía de Madrid, que era dueño de restaurantes en la calle «Ponzano», que había viajado solo y que le sobraba una entrada.  

Estaba súper enojado porque se había encontrado a uno de sus habituales clientes del restaurante, quien al ver que le sobraba una entrada, le ofreció ayuda para revenderla.

Lo siguiente que les voy a contar es muy español, les garantizo que muy pocos de los que me lean hubieran hecho lo mismo.

Su enfado era porque el chico que se había ofrecido a vender la entrada, tenía ya un comprador por 1,500 euros (unos 32 mil pesos mexicanos). Entonces, le dijo que con ese dinero recuperara lo que había pagado realmente por la entrada (300 euros) y el restante, o sea (1,200 euros) dividirlo entre los 2. De modo que cada uno ganaría 600 euros, uno por tener la entrada y el otro por venderla.  

Cosa que me parecía hasta cierto punto justa, pero que a mi nuevo amigo le pareció una falta de respeto. Sus palabras fueron clarísimas: «¿Cómo se puede atrever a querer ganar dinero con mi entrada? Una cosa es que yo quiera darle algo por vendérmela y otra muy distinta que quiera sacar provecho. Se la quité inmediatamente, no me importa quedármela».

Estábamos un poco en shock por la historia, pero dos segundos después pensamos que teníamos al candidato perfecto para comprarle la entrada. Le contamos que Carlita únicamente tenía 400 euros y que era uno de nuestros más grandes sueños vivir la final de la Champions, pero que en esta ocasión, ella lo viviría por las dos.  

Lo pensó muchísimo y sólo puso una condición; que lo acompañáramos hasta la puerta del estadio porque no tenía ni idea de cómo llegar. Y así fue. Él entró a San Siro del brazo de Carlita, y yo me tuve que conformar con ver un poco el ambiente a las afueras del estadio.

Vi la final rodeada de italianos en la Piazza della Paz y, aunque no fue dentro del estadio, supongo que la emoción de los penaltis se vive igual en cualquier parte del mundo.

Ahora tengo claro que lo bonito de la vida es nunca perder la capacidad de ilusionarse y siempre tener algo que motive tus días. En aquel momento, fue más grande mi deseo por quedarme en España y, sólo 3 años después la Champions ha vuelto a mí.

Esta semana inician los preparativos para esa gran final en Madrid el 1 de junio. Los ojos del mundo estarán puestos justo aquí y los míos estarán deseando una vez más, contártelo todo.

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